El presupuesto de 2018 viene de
la mano de un ajuste real del gasto de gobierno en casi todos los ministerios
excepto en cuatro: Ministerio de trabajo, Empleo y Seguridad Social con un
incremento del 22,3% en términos nominales; Ministerio de Desarrollo Social con
un incremento del 21,2%, Educación 21,9% y los Servicios de la deuda pública,
que se incrementan en un 28,2% respecto del 2017. Por su parte, el Ministerio
de Energía y Minería experimentará una reducción del 19,5% del total del gasto
público.
El gobierno efectuará una
erogación de $203.350 millones en términos de subsidios, un 13,2% menos que lo
presupuestado en 2017. Como porcentaje del PIB, el gasto en subsidios pasará
del 2,3% actual al 1,6% para el año que viene. La reducción se explica principalmente
por un menor monto destinado a mantener las tarifas energéticas, con una
reducción de 16%.
Si hay algo que el gobierno tiene
claro, es que debe bajar el nivel de inflación para que ésta no licue las
ganancias del carry trade que se
obtienen por un dólar prácticamente fijo. Es el único Plan Económico del
gobierno, por lo que se pivotea sobre el consumo que realizan los hogares como
variable de ajuste. Si se espera una
caída real de 36,7% del total de
subsidios, teniendo el promedio de inflación presupuestado (15,7%), ¿cuánto debe ser el aumento en las tarifas
para compensar la disminución de los ingresos de las empresas de servicios
públicos? (incluso sin mencionar los aumentos de segunda ronda)
Ello suponiendo que hay un apego
total en la ejecución de las partidas presupuestarias. Pero teniendo en cuenta
que en el acumulado de los primeros 8 meses del 2017 el gobierno ya gastó lo presupuestado
en 2016, es de esperar que los montos de las reducciones se incrementen, dado
que se estará subestimando lo gastado en el corriente.
Los subsidios en tarifas de servicios públicos
son a la vez un salario indirecto: aumentan la cantidad de ingreso
disponible que las familias canalizan como consumo, motorizando la demanda. Una
política que los Estados tienen para asistir a las familias en los gastos diarios.
Por lo que la reducción de 35 mil millones de pesos en subsidios pautada para
2018, será una reducción directamente proporcional en el ingreso disponible de
las familias.
Con esta medida, el gobierno del presidente
Macri pone de manifiesto su inquina frente al intervencionismo (siempre que no
implique directamente un negocio para grupos privados). Basado en la idea liberal
de que el Estado genera distorsiones cuando interviene en la determinación de
los precios relativos de la economía (y no que puede solucionar distorsiones preexistentes,
posibilidad que no es siquiera considerada por el Gobierno).
Si tomamos por separado el caso del transporte,
la reducción real del gasto público para dicha cartera es del 22% para el año
2018 y 20,7 en términos de subsidios. Teniendo en cuenta que aproximadamente la
mitad de los trabajadores registrados en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires
residen en el Conurbano bonaerense, teniendo que movilizarse grandes distancias
para concurrir a sus puestos de trabajo, el impacto social de dicha reducción
será un duro golpe al bolsillo. A diferencia de carecer de gas, luz o agua, que
hacen a la reproducción privada (e invisibilizada) de la fuerza de trabajo en
esos hogares; carecer de transporte implica la posibilidad de asistir o no a un
empleo formal – la alternativa en caso de no poder pagar el transporte es,
entonces, una changa o el desempleo -.
Breve repaso histórico
de las tarifas
El gobierno recibió una carga importante en
cuanto al rezago de los precios en las tarifas de los servicios públicos. Esto
ahora le sirve como argumento de un relato anti estatista: si el estado
intervino e hizo desajustes, dejando actuar al mercado libremente los
desajustes van a volver a equilibrarse.
El 6 de enero de 2002 Duhalde sancionó la ley
de Emergencia pública y reforma del régimen cambiario, pesificando y congelando
el precio de las tarifas. A medida que el crecimiento de la economía fue
avanzando en 2003 luego de la crisis, de la mano del mercado interno las
empresas solo cubrían los costos operativos - cuyo precio era menor al de los
costos medios para brindar el servicio -. Para evitar tener que aumentar las
tarifas y su impacto negativo sobre un consumo que recién comenzaba a
recuperarse, se implementaron una serie de subsidios con la finalidad de garantizar
la rentabilidad que el congelamiento tarifario no brindaba. Aquella decisión de
política económica obedeció a la lógica distributiva del salario indirecto. Sin
embargo, sus mecanismos de control fueron débiles (por no decir inexistentes).
En general, la tarifa debe permitir la
recuperación económica de los costos y la remuneración de los activos
esenciales (lo que se conoce como Base
Tarifaria) más una tasa de beneficio “justa y razonable”. Al ser un
servicio público, el Estado debe decidir si la autoriza o no.
En 2005 una de las mayores peleas del ministro
de economía Roberto Lavagna con Néstor Kirchner fue la discusión en torno a la
actualización de las tarifas estancadas. Roberto Lavagna sostenía que la no
revisión de las tarifas sería un problema a futuro. Luego de tensiones, el
funcionario salió eyectado del ministerio de Economía.
Si bien durante la gestión de Cristina
Fernández de Kirchner hubo ‘sinceramientos’ tarifarios, resta saber cuál fue el
mecanismo de actualización y la fórmula utilizada: pese a esos incrementos, el
monto de los subsidios nunca dejó de crecer, permitiendo deducir que aún
estaban rezagadas respecto del resto de los precios de la economía.
La realidad es que el Estado no obró mal al
intervenir, sino que obró mal al intervenir mal. El gobierno de Néstor Kirchner
primero y Cristina Fernández de Kirchner después, utilizaron los subsidios para
mantener planchadas las tarifas artificialmente y con el correr del tiempo la
falta de actualización para no generar descontento social, volvió el rezago
acuciante.
La calidad del
servicio como determinador de la cantidad de servicio
Como todos los bienes públicos, los servicios
tienen la característica de tener “efectos en red”: es decir que su utilidad
depende del número total de consumidores o usuarios que hacen uso del mismo. En
otras palabras, cuanto mayor sea el número de personas que utilicen el
servicio, mejor puede ser la calidad prestada por la empresa administradora. De
modo tal que al incrementar su costo se restringe la demanda de usuarios,
afectando la calidad del servicio indefectiblemente. Tal como argumentaba el leitmotiv de la fiesta privatizadora de
los 90: “el servicio andaba mal, el Estado intervino y siguió funcionando mal,
el estado dejó de intervenir y el servicio no mejoró. El Estado tomó la
acertada decisión de vender su empresa de servicios públicos a inversores privados”.
El hecho central es que, durante
la mayoría de (o todas) las privatizaciones, el servicio no mejoró por estar en
manos privadas, sino que se redujo a su mínimo indispensable (léase rentable) y
muchas empresas fueron vaciadas y sus activos liquidados. Ese fue el caso de
Aerolíneas, YPF y los servicios de telefonía, gas, agua y ferrocarriles.
Hoy estamos muy lejos del panorama de aquel
entonces. El consenso social ya no es tan fácilmente manipulable y el consenso
político no es tan unilateralmente dominable. Pero no deja de ser una
advertencia, en momentos en que es voluntad manifiesta del Poder Ejecutivo el
desfinanciamiento de las políticas públicas. Las consecuencias de la
desregulación de aquellas empresas que cumplen un rol social (más que un rol
comercial), son bien conocidas por los argentinos. Por eso, no podemos perder
de vista el avance de las prácticas de mercado sobre el patrimonio nacional.