Si nos preguntásemos por algún
bien de primera necesidad que hayamos tenido que resignarnos de consumir y no
para no convalidar su precio sino por la imposibilidad real de comprarlo
probablemente no lo encontremos, ya que gracias al amplio ascenso social que el
país vino experimentando en la última década el 46 por ciento de los hogares
argentinos es de clase media, cuando en 2004 sumaba el 39 por ciento. En
Argentina el número de habitantes comprendidos dentro de la clase media ha
aumentado entre 2003 y 2009, de 9,3 millones a 18,6 millones. Lo cual es cierto
que conlleva a un alza en términos de inflación, pero gracias al aumento de
salarios superiores a la misma, el poder adquisitivo no se ha visto erosionado.
El los paladines de la derecha
siguen insistiendo con establecer “metas de inflación” las cuales son la
antítesis de las implementadas “metas de crecimiento” que se han venido
implementando. Si volviesen a aplicarse las primeras, ellas implicarían
desregular el mercado de trabajo para quitarle poder de negociación a los
sindicatos para que negocien salarios más altos, por ejemplo; reducir el tan
mentado déficit, ajustando las partidas presupuestarias de educación, salud y
obra pública, dando paso al eficientísimo privado.
Argentina ya ha experimentado
durante los 90’ las metas de inflación con la política de convertibilidad y
lejos de haberse ampliado la clase media, se redujo a niveles drásticos luego
de la crisis.
Hay algo que está claro y es que
cuando un trabajador mejora su posición económica, pretenda conservarla, porque
le ha demandado mucho esfuerzo su consecución. Y resulta lógico que frente a la
incertidumbre que el futuro nos depara sienta inseguridad.
La falta de seguridad es
inherente a la vida humana, porque nadie sabe a ciencia cierta lo que va a
suceder el año siguiente. Se puede estimar pero no asegurar de forma rotunda.
Otra cosa distinta a la
inseguridad que cada persona siente y en algunos casos, padece, es el delito.
Pero es la forma en que la inseguridad se vuelve una certeza, concretándose. Es
decir, solamente cuando nos robaron sabemos que la inseguridad se manifestó de
alguna manera. Solo ahí podemos ratificar la desprotección y la inquina que nos
genera la delincuencia.
La cobertura mediática tampoco es
azarosa, tiende a visibilizar los delitos en zonas mayormente habitadas por
personas de medios y altos ingresos, con las que los casi 20 millones de
trabajadores de clase media se ven identificados o pretenden ser identificados
cómo. No resulta llamativo por qué los asesinatos en las villas (que
constantemente ocurren) no son tenidos en cuenta por las agendas de los
noticieros. Es la desigualdad la madre de la delincuencia y no la pobreza. La
disparidad entre los que más y los que menos tienen, no los que viven con poco.
De bajarse la edad de
imputabilidad caeremos dentro de la incertidumbre de saber la efectividad de
una norma de tales proporciones, más inseguros incluso, por no combatir las
causas reales que generan la delincuencia. Sería en última instancia, una
medida con la misma lógica reaccionaria de poner a patrullar al ejército o
implantar el toque de queda o la ley marcial, aunque parezca una exageración.
Que el gobierno que produjo la
movilidad social ascendente que la Argentina haya experimentado en su historia,
busque continuidad en el poder mediante la seducción de voluntades opositoras,
en vistas a Octubre, resulta contradictorio a sus principios.
Puede, y sin duda lo es, la necesidad
de continuar con políticas de inclusión para reducir el 7,2% de desempleo para
que la delincuencia no tenga el peso que sin dudas hoy tiene. Pero las vías
rápidas siempre terminan con accidentes fatales.
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