—O al menos no en su totalidad—
Uno de los puntos centrales de la norma establece que las cadenas deberán garantizar un 25% de la góndola para la exhibición de productos de micro y pequeñas empresas nacionales y un 5% adicional para productos originados por la agricultura familiar, campesina e indígena y los sectores de la economía popular. Pero no hay distribución equitativa de la góndola, sin previa distribución equitativa de las tierras para producir alimentos.
Sobre la base del último Censo Nacional Agropecuario, se puede establecer que, el total del territorio dedicado a la producción agropecuaria: 157.423.932 hectáreas, está repartido en 228.375 explotaciones agropecuarias de mayor o menor cuantía. El 55% de esas explotaciones agropecuarias, poco más de la mitad, van de las 5 hasta las 100 hectáreas, y suman un total de 3.542.410,8 hectáreas, es decir el 2,25% del suelo dedicado a la producción. En limpio, el 55% de las explotaciones agropecuarias controla apenas el 2,25% de la superficie productiva nacional.
En contrapartida, el 1,08% de las explotaciones agropecuarias de mayor tamaño controla territorios que van desde las 10.000 a las 20.000 hectáreas y más, por un total de 57.364.444 hectáreas, el 36% del suelo productivo.
Con estos niveles ínfimos de recursos en manos de pequeños y medianos productores, es poco probable que se llegue al volumen de abastecimiento necesario para disputar algún tipo de espacio en las góndolas. Mucha de esa producción es de subsistencia o dedicada a comercios de proximidad. Los costos logísticos son un escoyo extra a la hora de comercializar esos productos a nivel país, sin mencionar poder de negociación desigual con los grandes supermercados.
El abordaje de la ley de góndolas debe ser, como en cualquier política pública, un abordaje integral. Estableciendo regímenes de promoción para PyMes rurales, cooperativas y comunidades indígenas productoras de alimentos. Un esquema de reintegros estatales que se haga cargo del costo logístico favorecería ampliamente el abastecimiento de los bienes producidos. Pero sin dudas, ex ante, es necesario abarcar la concentración territorial.

Lógicamente pudo ser posible gracias a la voluntad política de un gobierno —de los trabajadores— que no especuló con las necesidades sociales y tampoco cedió ante los intereses de los grandes terratenientes, las presiones de grupos concentrados de poder, o a la hegemonía agraria internacional. Es cierto también, que se trataba de una demanda histórica de las bases. Lo que otorgó la legitimidad y el consenso necesario para su implementación.
En argentina, esa pata está ausente o no tiene la misma fuerza que tuvo en el Brasil. Las campañas de exterminio indígena despoblaron y desmedraron el poder de presión que pudiese tener hoy día dicho sector social. Y el resultado es una voz silenciosa que no logra hacerse oír entre las inmensas distancias territoriales que impone la oligarquía terrateniente argentina. Quizá también sea hora de que el estado tome la posta y haga audible un reclamo sectorial indispensable para el bien público en general.
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