En los
últimos días hemos asistido a dos episodios que tienen una importancia relativa
por lo rayano a nuestro país. La asunción como papa del cardenal Jorge Mario
Bergoglio el 13 de marzo, y la coronación como reina de Maxima Zorreguieta el
30 de abril.
Ambos
personajes vinculados de una u otra forma co la dictadura de 1976, Bergoglio
con denuncias por desprotección clerical de los curas Yorio y Jalics y Zorreguieta
con un padre que fue denunciado penalmente por la desaparición de un médico en
1977 cuando trabajaba para la dictadura militar argentina, hecho por el cual le
fue impedido asistir a la ceremonia.
Lo que llama
la atención no es el agrado que despierta en el sector más conservador de la
sociedad Argentina, que siempre se caracterizó por sus buenos modales, el buen
gusto, la solemnidad y los valores cristianos. El puritanismo se traslada a
otras orbitas como las derechas políticas y a una clase media deslumbrada por
la nobleza, y es ahí donde el entronizado discurso de republicanismo y
democracia hace agua, porque los mismos que defienden los principios
constitucionales se plantan vehementemente contra un gobierno que gana en
elecciones libres y defiende lo popular, pero a la hora de tener una posición más
crítica sobre la legitimidad de los poderes fácticos que increíblemente todavía
subsisten en nuestro planeta, alegan cuestiones benévolas.
El despolitizado
escenario es mostrado por todos los medios, ya sea porque lo consideran
relevante tener un papa o una reina en el extranjero o porque están de acuerdo
con la existencia de un poder antidemocrático como el que ejerce la Iglesia
católica o las monarquías europeas.
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