“Sólo una crisis real o percibida
produce auténticos cambios. Cuando esas crisis sobrevienen, las medidas que se
toman dependen de las ideas que flotan en el ambiente” decía el padre de la
escuela monetarista Milton Friedman. Argentina tuvo su Rodrigazo y su
Hiperinflación, 2 de las crisis fundacionales para el advenimiento de gobiernos
neoliberales. A diferencia del 76, el gobierno de Carlos Menem fue elegido
mediante el voto, sin embargo, también se erigió en un marco de caos y desorden
económico en el que los ciudadanos compraron un discurso estabilizador.
En 2015 Mauricio Macri gana las
elecciones contra un proyecto de inclusión social y en el marco de una
continuidad democrática estable y sin sobresaltos desorganizadores de la
cuestión social. Desde su asunción aplicó medidas de contracción y ajuste
fiscal mediante sendas devaluaciones que se trasladaron a precios y sirvieron
para realizar la mayor transferencia de ingresos de la que se tenga memoria. En
el segundo trimestre de 2015 las personas más pobres se apropiaban del 1,5% de
la renta y las más ricas del 25,9%. En el segundo trimestre de 2019 las
personas más pobres se apropiaron del 1,3% de la renta y las más ricas del
30,9%. La pobreza, que en el segundo trimestre de 2015 era de 28,5% según la
UCA, en el segundo trimestre de 2019 alcanzó el 40,8%. La tasa de desocupación
del tercer trimestre de 2015 era de 5,9% según a EPH del INDEC, en el tercer
trimestre de 2019 fue 9,7%, con una caída de 123 mil puestos de trabajo
privados registrados y pérdida real en el poder adquisitivo de las jubilaciones del 20%. La inflación del 2015 había sido 26,9% según el IPC
porteño; la interanual de noviembre 2019 49%.
Es en este contexto que el
presidente electo Alberto Fernández envía un megaproyecto de ley cuyo título
sienta una posición categórica del estado del Estado y de la Sociedad argentina.
La “Ley de solidaridad social y reactivación productiva en el marco de la
emergencia pública” viene a oficiar de mojón inicial para la reactivación de
una economía deliberadamente apagada. No constituye una meta ni una hoja
de ruta para los 4 años siguientes, sino la piedra fundacional de una economía
con un paradigma antitético al del gobierno macrista.
La reformulación de la economía
que se pretende, exige desacoplar los precios internos de los internacionales
para desdolarizar la micro, mediante una serie de sesudos impuestos e
incentivos. Restauración de los derechos a la exportación para que los
alimentos no se paguen a valores internacionales y/o superiores, desdoblamiento
cambiario mediante un gravamen del 30% a las compras en dólares, para asegurar
las divisas para la importación de insumos productivos y el pago de deuda. Elevación
de las alícuotas de bienes personales para gravar a los sectores privilegiados
y ganadores del modelo anterior. Exención del impuesto a la renta financiera
para fomentar el ahorro en pesos. Redistribución instantánea de ingresos en los sectores sociales más postergados con aumentos discrecionales mayores a la
fórmula de actualización de haberes. Suspensión del austericidio fiscal de 2017
para las provincias. Readecuación del cuadro tarifario con una lógica
equitativa. Alivio para las PyMes. Y llevar la deuda nacional a un sendero de
sostenibilidad.
Y todo, sin la emisión monetaria
que tanto desvela a la ortodoxia. Con una fuerte apuesta por el equilibrio
fiscal, readecuando partidas presupuestarias preexistentes que estaban
distribuidas de manera regresiva e inequitativa.
Ningún shock alinea incentivos y
consensos de manera tan contundente como una crisis económica. Pero, a
diferencia de los procesos neoliberales la oportunidad que se abrió para el
gobierno de Alberto Fernández y para la región en su conjunto, permite tomar
las medidas necesarias para encarar nuevamente el camino del desarrollo con
inclusión social, contando con la fuerza de la legitimidad de base y el
beneficio que solo la historia y la experiencia pueden dar. Esperemos que de
una vez por todas, el desarrollo por fin se vuelva doctrina.
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